ELLOS

Un papá no es una mamá

• "¡Qué horror, se nota que lo vistió el padre! Fijate la combinación de colores".

• "¡Ay, Dios, no lo tires así al aire que se te va a caer y se va a lastimar, pobre chico".

• "Cuando él los lleva a jugar vuelven hechos un desastre".

Cada vez que un papá participa en la crianza de sus hijos vistiéndolos, jugando o llevándolos a pasear, hay muchas probabilidades de que estos comentarios se produzcan. Muchas veces están dichos con cariño, a veces con fastidio, otras con resignación.

¿Están menos capacitados los padres que las madres para la crianza efectiva, cotidiana, de los hijos? ¿Son menos hábiles? ¿Se dan menos maña?

El papá no está menos capacitado que la mamá. Ambos tienen capacidades distintas, complementarias e irremplazables. El papá tiene una relación más física con sus hijos y la mamá un vínculo más emotivo. Kyle Pruett, prestigioso especialista del Centro de Estudios sobre la Niñez de la Universidad de Yale y autor del libro Fatherneed (La Necesidad de Padre) cita numerosas investigaciones según las cuales ambos, papá y mamá, tienen una similar predisposición emocional para guiar, cuidar y nutrir a los hijos. "Son la sociedad o sus familias las que no los preparan de un modo similar para ello", apunta. Trabajos del psicólogo Ross Parke, de la Universidad de California, muestran que ambos son igualmente capaces de interpretar y entender las conductas de los chicos. El experto Michael Lamb concluye que "con excepción del amamantamiento no hay evidencias científicas de que las mujeres estén biológicamente mejor predispuestas que los hombres para la crianza".

¿Por qué, entonces, los papás siguen siendo menos confiables? Creo que debemos buscar la razón en el viejo malentendido de lo "masculino" y lo "femenino". Los tradicionales y rígidos estereotipos de género (que aún nos influyen a pesar de los cambios) limitaron durante generaciones a los hombres a la producción y provisión y a las mujeres a la nutrición y la crianza. Un buen papá es, en esta visión, el que asegura el bienestar material de su hijo y de su mujer y no interfiere en la relación entre ellos.

Así se instaló la creencia de que, en última instancia, los hijos son más de la mamá que del papá, que ella los entiende y atiende mejor. Y los hombres fuimos nos fuimos aceptando como "negados" para la crianza, para la nutrición, para el contacto emocional con nuestros hijos y para entender sus señales (llantos, síntomas, gestos, etc.) Así, también, salud, alimentación, educación y acontecer afectivo se convirtieron en "especialidades" maternas. Y hoy cuando un padre se propone ser más participativo en su paternidad se encuentra con que hay cosas que no sabe porque no le son familiares (y no porque sean ajenas a su condición de varón). ¿Cómo puede aprenderlas? De la misma manera en que las aprende la madre, la única posible: a través de un contacto frecuente y estrecho con el hijo.

Un papá no es una mamá y una mamá no es un papá. El hijo necesita del contacto con ambos para aprender que cariño, atención, nutrición y guía tienen diferentes modos de expresión según provengan de una mujer o de un varón. Michael Yogman, pediatra y pedagogo, dice: "El padre tiende a jugar más que la madre con el pequeño y sus juegos suelen se más vigorosos, más estimulantes más excitantes". Los de ella son más acogedores, más sedantes. Así el chico aprende sobre sí mismo, sobre su sexo y sobre el opuesto y se educa para convivir en la diversidad. Cuando un papá viste al hijo no lo viste mal. Lo hace diferente de la madre. Cuando lo arroja al aire y lo baraja, no lo pone en peligro porque él sí puede recibirlo en sus brazos con seguridad (a la mamá probablemente se le caería, por eso ella juega distinto). Y cuando sale con ellos y vuelven sucios, es porque con el papá juegan distinto, a juegos más activos y exploran el mundo de otra manera. Son diferencias. No se trata de papá o mamá, sino de papá y mamá ofreciendo dos accesos distintos e integrados a la vida en la sociedad y al vínculo con los demás.

Una paternidad sin antifaz


Las carteleras publicitarias de las calles porteñas estuvieron recientemente pobladas por la imagen de un patético enmascarado con capa de pie junto a una computadora y observado por un niño. Una leyenda publicitaria incitaba: “Volvé a tener la admiración de tu hijo”. ¿Cuándo y por qué habría perdido aquel pobre disfrazado la admiración de su hijo? El aviso apuntaba (además de vender computadoras) a reforzar la idea de que, entre padres e hijos, el cariño se compra, el afecto tiene precio y el padre será admirado según lo que regale. El que no consiga un antifaz y una capa y no pueda comprar la computadora, el reproductor de videos digitales, el celular o lo que fuera que garantice la admiración filial, será un padre depreciado. O despreciado.

La publicidad refleja el mundo en que vivimos. Según este aviso, los padres no son referentes sino compradores, no generan respeto a través de sus conductas sino por medio de su capacidad de adquisición, el amor y confianza en el vínculo paterno filial no es producto la presencia, del diálogo, de la preocupación, del reconocimiento del otro, sino del uso oportuno de una tarjeta de crédito. O de ignorar la palabra “no”.

¿Pueden padres así marcar límites, orientar acciones, transmitir valores, abrirse a la escucha, proponer espacios de reflexión conjunta, ser pedagógicos, manifestar su mundo emocional, instrumentar a sus hijos para convertirlos en seres autónomos, con capacidad de auto sustentación psíquica y emocional? Esas son, hoy y mayoritariamente, asignaturas pendientes de los padres. Demasiadas tragedias juveniles lastiman profundamente el tejido vital de nuestra sociedad (Junior, el niño asesino de Carmen de Patagones, Cromagnon, el caso Malvino, los chicos que se matan a diario en las rutas, los que mueren a manos de patovicas, los que son estragados cada noche por el alcohol y las drogas, el reciente y horroroso crimen de Matías Bragagnolo).

¿Son un problema los adolescentes y jóvenes, o tienen un problema? ¿Son un problema o lo denuncian? Con su desorientación, con su angustia, con sus muertes están gritando que la sociedad, con sus adultos a la cabeza, tiene un problema. Uno grave, que nace de un modelo social en el que se priorizan los deseos materiales ante las necesidades espirituales, se mide el valor de las personas por lo que tienen y no por lo que son, se cree que cualquier medio es válido para cualquier fin (ya sea en el plano político, en el de los negocios, en el de las relaciones humanas), y que el Otro es instrumento de las apetencias propias, un objeto y no sujeto (las personas “sirven”, como votantes, como consumidores, como pareja, como hijo, como peldaño, y si no sirven se abandonan).

Pareciera haber una epidemia de baja autoestima paterna que impide sentirse apto o “merecedor” del respeto, el amor o la admiración de los hijos. Se cree que establecer límites, marcar normas, fijar pautas orientadoras trae el riesgo de perder valor ante la mirada filial. El antídoto, se piensa, es convertirse en el “mejor amigo” del hijo (desertando de la función paterna y generando orfandad). O en su ídolo (permitiéndolo todo, mirando hacia otro lado, no poniendo cauce orientador y nutricio a la natural energía juvenil que busca explorar el mundo, no preguntando, no cuestionando, no interesándose por la vida del hijo, no “molestándolo”). O en un proveedor de computadoras parapetado detrás de un antifaz. Así se arroja a los hijos a la vida como quien se alivia de un peso insoportable. Se los deja en manos del televisor, de la computadora, del locutorio, del kiosco de la esquina, del boliche de moda, del delivery que, como en las películas sobre la ley seca, trae bebidas, e incluso drogas, a domicilio. A lo sumo se carga su crianza a la escuela. Los chicos se vuelven seres extraños, incomprensibles, fantasmales. Siluetas que desfilan sin rumbo en las madrugadas, excluidos del vínculo que los convocó a la vida.

Acaso ningún vínculo humano genere más responsabilidad que el de convertirse en padre o madre. Para que esa relación exista dos personas tienen que engendrar una vida. Y eso conlleva el compromiso de acompañarla, guiarla, nutrirla emocional, afectiva y físicamente. No es una relación de pares (salvo en su condición de seres humanos únicos y respetables), no es una pareja. Es un vínculo de formación, cuidado y presencia.

Es cierto que los mandatarios, funcionarios, legisladores y políticos ni saben ni se preocupan de esto. Que para las autoridades educativas los niños y jóvenes son a menudo poco más que cifras y estadísticas. Que para muchos productores de artefactos, bebidas, comida chatarra o indumentaria, son sólo un mercado (indefenso y apetecible). Es cierto y es obsceno. Pero también es verdad que la deserción en las funciones paternas que ya no admite distracciones, postergaciones ni desviaciones. Que exige replanteos honestos y responsables. La escuela, la ley, las instituciones, son (desde diferentes lugares, en diferentes medida, con distintos aportes), auxiliares en la crianza, educación y orientación. Los padres, no. Su función es indelegable, irremplazable. Con su forma de resolver desacuerdos, expresar sentimientos, crear vínculos y comprometerse con propósitos trascendentes, dan modelos a sus hijos. Éstos observan siempre. E imitan. Reflejan cómo vivimos y nos vinculamos los adultos. Lo hacen sin metáfora. Están pagando con demasiadas tragedias y vidas desperdiciadas la responsabilidad delegada de quienes los hemos convocado a la existencia. Es responsabilidad de los adultos generar con ellos una visión compartida de la vida e instrumentarlos para protagonizarla. La tarea empieza en casa por presencia, sin delegación. Ningún antifaz puede hacernos zafar.